Nunca he conocido el dolor de antaño,
el corazón helado por lo vivido,
ni sobre mi piel se ha posado la miseria
ni mi estómago de hambre ha padecido.
Solo conozco los cadáveres de los árboles,
con sus muñones al aire
y sus pájaros parásitos alerta,
y la desnudez de las calles en invierno
vacías por el pecado de la pereza
y no por el de la ira.
Pero a falta de la guerra entre hombres
he conocido la guerra dentro de ellos,
el hambre de caricias e ilusiones,
la caótica explosión de las pasiones
en mentes irracionales y corazones pequeños,
la reivindicación de los sueños reprimidos,
la rebelión de los deseos incomprendidos,
las balas aceradas del desprecio.
Nunca he conocido el dolor de antaño
más que en el recuerdo ajeno,
pero conozco la agonía silente
de amores que se gastan con los años,
de heridas interiores sin consuelo,
de ermitaños que caminan entre la gente.
Nunca he conocido el dolor de antaño
y, sin embargo, agradezco mi ignorancia,
mi memoria del siglo veintiuno
ya guarda suficientes desengaños,
suficiente orgullo y arrogancia,
suficientes traiciones sin restaños.
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