Aquel día observé desde la mañana
abrirse la tarde en abanico,
las horas como olas espaciadas
aún eran el mar.
Al acercarme a ellas pude ver
bajo la luz azul
de tus ojos incendiarios
que el tiempo habría de arder
entre besos mercenarios
y quemé mis naves en tus dedos
y perdí el rumbo en tus labios.
Había un eco de caricias naufragadas,
de voces que se oyeron encontradas
en el laberinto de cuerpos.
A falta de un océano de sábanas
tu sombra me cubrió
mientras aún estabas lejos,
soñando que despertabas.
Y aprendí que contigo, por suerte,
lo mejor es perderme
y encontrarte al volver
y que a veces algo es perfecto
simplemente por ser.