sábado, 23 de mayo de 2009

Lluvia de verano.

Lluvia fresca sobre la piel, por fin algo que se lleva consigo el calor sofocante, el sudor y los nervios por igual. Me siento líquida y transparente. En el momento más inesperado me cubriré de arcoiris, lo sé. Ahora toca tomar aliento y empezar la carrera. Ritmo constante, como ese latir que palpita al unísono cayendo de las nubes y hace vibrar la tierra, que comienza a sonar al compás. Un-dos-tres, un-dos-tres, un-dos-tres, un-dos-tres, un vals in crescendo, refinado al principio, medido, estudiado, armonioso, que pronto se convertirá en una danza primitiva, caótica, sagaz e imponente. Irá del agua al fuego, fundiendo, evaporando, sublimando, y no habrá yo por unos instantes, será todo vapor y llamas y viento, pero cuando vuelva seré la brisa y el sol y el océano, y dejaré huellas en la playa.
Porque por mucho que traten de borrar nuestro paso las olas, debajo de la arena hay una memoria primigenia que recuerda cada camino. Y pienso correr y recorrer los sueños, andarlos y desandarlos, y haré con mis pisadas un cauce donde fluirán los miedos hasta perderse en el mar.

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