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Era una mañana de esas que se quedan en la memoria como grabadas a fuego. Los rayos de sol ardían en aquel día de mediados de verano en que dejé de ser la misma. Las pocas gotas de rocío que quedaban de la noche anterior se evaporaban como un sueño al despertar. Los pájaros callaban, amodorrados en las ramas altas, temiendo ahogarse en su propio canto. El viento silbaba una melodía melancólica y olía a esperanzas marchitas.
Recorrí con la mirada ausente el perfil del mundo que me rodeaba. Aquel día todo había perdido su color y el único sabor que era capaz de apreciar era el gusto salado de las lágrimas amargas con que lloré la ruptura de mi corazón. Casi podía escuchar detrás del susurro del viento el latir de sus pedazos astillados, que habían ido a parar a alguna parte de mi estómago. La vida me sabía a tempestad y el llanto era la única balsa donde podía aferrarme para no sucumbir ante las olas que caían sobre mí, volviendo el cielo negro y absorbiendo la escasa luz que aún brillaba en mi alma.
La gente pasaba sin verme y por un instante pensé que me había convertido en un fantasma, que sólo permanecía atada a ese lugar apenas por el hilo del recuerdo que tan cruelmente seguía torturando mis entrañas. Me hundí bajo el peso de la tristeza y las lágrimas que ya pensaba secas volvieron a empapar mi cara y lo que quedaba de mis sueños de prestado. Del futuro que imaginé no quedaban más que escombros que flotaban a merced del océano de desesperanza que me arrastraba sin remedio.
Los segundos dieron paso a los minutos y estos a las horas que se me antojaron siglos. La oscuridad de la noche me abrazó en silencio mientras dentro de mí algo gritaba. El eco del sufrimiento subió alto y fue encendiendo las estrellas que acompañaron a mi soledad hasta que la perdí de vista. La luz suave de las estrellas me mostró el camino para escapar del dolor que recorría mis venas como una droga.
La tormenta aun seguía ahí, pero había encontrado una isla en la que refugiarme y la simple calidez de su presencia fundió en parte la capa de hielo que el frío de la desilusión había formado alrededor de mi corazón roto. Estaba agotada, confusa y perdida. Como si hubiera estado a punto de alcanzar la meta de mi vida y algo ajeno lo hubiera impedido. Todavía me quedaban muchos amaneceres para ver desparecer los últimos nubarrones en la línea difusa del horizonte.
Esa noche logré sobrevivir a la herida casi mortal que había recibido mi corazón. Quedaría una cicatriz que jamás se iría, la primera de muchas que la vida me haría, pero había aprendido que, para ganar, nunca podría darme por vencida porque sino la guerra estaría ya perdida.
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