Confieso a medianoche como siempre,
cuando se abren ya las puertas del sueño
y los latidos son mucho más lentos
para aguantar el peso de los atardeceres.
Confieso mi pecado de lujuria rutinaria
por los besos y caricias que dibujo mientras leo,
por las ganas que se queman en el borde de los dedos,
por la senda del deseo en que se pierde
mi figura imaginaria.
Confieso mi delito de entregarme a los recuerdos
y a la certeza imborrable de que nada es como antes,
que los años ya no se miden por aventuras o abordajes
sino por ciertos sentimientos contagiados
por la intensidad de algún momento.
Confieso a medianoche como siempre,
cuando se apaga ya la luz del tiempo
y no importa quién le quita espacio al cielo
si es para alumbrar otros amaneceres.
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