viernes, 11 de diciembre de 2009

Sirenas.

Ahora que rescato infiernos de los desvanes del cielo me he acostumbrado a cualquier océano, como una sirena que en lugar de cantar va hechizando los infortunios. Y si me siguen los llevo hasta el abismo -ese que separa los sueños de las pesadillas- y allí caen para siempre y nunca regresan.

¿Y qué pasa con los príncipes?

Oh, lo cierto es que los cuentos mienten. Un príncipe jamás se acercaría a una sirena. No lo reconocen, pero les aterran las escamas. Realmente somos nosotras, las sirenas, las que tenemos agallas. No sólo literalmente, claro. Para nosotras es difícil que haya un final feliz, porque cada vez que intentamos decir "te quiero" sólo nos salen burbujas y cuando salimos afuera no tenemos voz -al menos, no una que puedan escuchar los humanos-. Así que cantamos con el ritmo de las mareas y el rumor de los mares, esperando que, en el fondo, algún hombre loco pueda escucharnos y tal vez, entendernos un poco.

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