martes, 24 de marzo de 2009

Ella.

Ella llora por cosas que no quiere contar y vive de silencios que alimentan sus miradas de palabras, de secretos atrapados por el tiempo. Ella sabe de todo y no dice nada, como si a su noche le faltara una estrella de pedir deseos y esperara algo que no llega. En sueños puedes verla dormida, con los ojos abiertos para seguir buscando sus anhelos perdidos. Aires de indiferencia revuelven sus cabellos y cuando camina los horizontes se hacen más cercanos para que pueda tocarlos con la mano. Parece que es etérea, luz condensada en un símil de figura cambiante. Y es que su cuerpo es volátil como una chispa de incosciencia. El viento la lleva donde quiere, siempre dejando un aroma de otoños primaverales. No conoce la palabra rutina porque nunca escucha la misma melodía en el viento, ni ve amaneceres iguales. Ni siquiera el cielo nocturno es el mismo cada vez que lo mira porque siempre hay una estrella que muere y otra que nace. Cuando el frío la congela se hace más corpórea, pero no quita la escarcha de sus pestañas porque espera paciente a que un rayo de Sol la transforme en rocío. Ha vivido eones y eras y con su ínfimo peso ha formado caminos que conducen a la frontera que separa la realidad de lo desconocido. Y se queda allí, tejiendo con sus manos los mañanas con hilos del ayer, sin conocer jamás qué es el presente, sin ser consciente de que existe. Ella ha sido y seguirá siendo, pero nunca es. Eso significaría su fin, colapsar todas las posibilidades, encerrarlas en un segundo ínfimo que borraría su magia, que la haría igual que los demás.

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