Pirenna mordió pensativamente la manzana. A sus pies, un sirviente masajeaba sus dedos con devoción. A su espalda quedaba la visión de la ciudad ardiendo. El perfume eclipsaba los olores de la muerte, pero el sonido del crepitar de las llamas se colaba por los rincones como una funesta sonata.
-Eurínomo, toca el arpa- dijo Pirenna cuando el estruendo de un derrumbe cercano llenó la habitación. Las manos del chico temblaban.
-Mi señora, el incendio…
-El incendio no nos alcanzará, Eurínomo. Toca para aplacar a los dioses y nada habrá de pasarnos.
Pirenna fijó sus ojos marrones sobre los del chico, hipnotizándolo. El sirviente cogió la pesada arpa de ébano y sus dedos volaron sobre las cuerdas, creando una bella y triste melodía que apagó el sonido de las llamas. Pirenna comenzó a quedarse dormida mientras el humo llenaba la habitación. Las notas rompieron el silencio, más y más lentamente, hasta que la muerte puso fin a la canción.
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