domingo, 18 de octubre de 2009

Tiempo.

Al despertar reclaman las alboradas
su pedazo de historia interminable,
no en mano de Ende, sino en la del universo,
el de tembloroso trazo de horas difuminadas
por el polvo corrosivo de eras inmortales.

Interminable el día, renueva oscuro su cauce
sobre el río celeste de aguas turbulentas,
lleva a ocupar tormentas a la inconstante aurora
y cierra torpemente las puertas de la memoria
con nudos de preguntas que no tienen respuesta.

Y llega el ocaso desentrañando el mundo
con dedos hábiles que todo lo acarician,
asiendo dulcemente la tregua entre sus brazos
para parar la guerra entre noche y día
tan sólo por un instante, fingiendo ser amado.

Inmensa la noche, gira con más luz a cada espera,
desesperando permutaciones imposibles
de una lluvia y un silencio y la certeza
de contener el aliento de la eternidad
al levantar en vuelo el sueño irreversible.

Y así transcurre el tiempo inexorable
tras las fronteras de un cielo que alcanzamos
y dócilmente dormimos en las manos,
sin percatarnos de sus afilados dientes,
que un día habrán de doblegarnos.

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