domingo, 13 de enero de 2013

Madrid.

Cerca de los sombreros colgados,
de la opulencia de los escaparates
yace un hombre invisible o casi.
Pocos lo ven. No es mérito del hombre
y su respiración entrecortada
si no de los ojos entrenados para no verlo.

En la Plaza Mayor los retratos satíricos sonríen
y se vende el arte al mejor postor. Un carrusel
de niños señala el vórtice del caos
y huele a calamares y a lunas recluidas.

En los jardines del palacio hay eco de unos besos,
de unas manos entrelazadas durante siglos
que duraron una noche. Los espías ecuestres
ríen con dos, con tres, con cuatro patas
y sus muertes pacíficas de hierro
vaticinan amantes en los laberintos.

En el punto cero ahora nada
una ballena de cristal y acero.
En el punto cero Pinocho vende oro
para hacerse una prótesis de nariz
que de larga se pudrió. Y es que Pinocho
ya no puede ser un niño
con su cuerpo alcornoque tatuado de finanzas.

La sinfonía de trenes guarda
la memoria de los gritos
en un cuello translúcido.
Las cabezas se desperdigan
en la jungla domesticada.
Es un nudo de bronce
que no se deshace.

Y el verde pulmón acotado en hierro
con su ojo de agua y las empedradas manos
hacen que todo ese humo no me asfixie,
que no sea tanto el gentío
como las personas, que el metal y la piedra
coexistan y se fundan en mi corazón
para recordarte siempre bella,
Madrid,
para soñar lo hermoso que hay en ti.


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