martes, 15 de enero de 2013

Montañas agostadas.

No he vuelto a escuchar
el sonido del río correr a contracorriente.
Hizo que cambiara el curso de mi carne inocente,
en montañas agostadas. Resbalé por unos ojos
superiores a los míos.
Llegaba la caballería con los refuerzos núbiles
sin carruajes, sin cisnes furiosos.

Era el tiempo ya de enterrar a la princesa
y forjar a la guerrera
y matar a la poeta
para renacerla dos lustros más tarde.

La oruga tenía dos discos,
unas pulseras de hilos
y películas diabólicas.
Pero nada me preparó para la cicuta en el paladar
y los helados derretidos.
El molino era pequeño
para ser tan gigante
y me aplastó como el trigo.
Se repartieron mi cuerpo en la primera cena
y al regresar a casa estaba entera,
enteramente mojada de un agua sangrienta.

Fue la primera y supo ser tan dura
que a veces en su eco me tropiezo
en el marco de las puertas.
Pero luego sonrío y me enderezo
porque allí aprendí a afilar mis flechas.

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